ALTARES CASEROS
Sabía que aquello
había sido un sueño, pero la quimera logró hacerlo tan feliz. Era inaudito ser
verdad. El ensueño logró por entre esa nebulosa del subconsciente, estar el
instante necesitado con los seres inmensos que el hada de la suerte, dejó
descargar con la suavidad de una pluma en el remanso del hogar. Alcancé a
escuchar: “Viejo, ¿querés café?” Y contundente respuesta: “¿Vieja, cómo te
diste cuenta?” Las ventanas de la nariz empezaron a llenarse del aroma de las
bifloras y olor a tierra de jardín. Al oído por el nervio auditivo, los
ladridos de Mirto el perro compañero de juventud, a Pepe, el gato, admiración
de los transeúntes, raro ejemplar de una especie común. De pronto se escuchó
más hacia adentro, el chorro del grifo y el sacudir de platos al lavarlos con
jabón de barra Camel, en las manos pomposa de la generadora de vida, mientras
en la parrilla el café empezaba hervir. La vida, la creí que se escapaba,
cuando aquellos ojos picaros se posaron en la anatomía de quién se alimentó de
sus senos. Era ella. Nítida. Amaba al limpia piedra.
Una tos pasmosa le
hizo voltear, en aquel mueble recostado a la pared, bautizado el nido, estaba
la cabeza cana reclinada sobre un cojín mirando el verdor de jardín; corría la
tira de las cargaderas con una mano, mientras la otra entraba al bolsillo, para
extraer el cigarrillo que empezaba a arder, después que el fuego de la lumbre
lo había iniciado. Expulsó con fortaleza la bocanada de humo y la mirada
verdosa observaba la fascinación en que estaba aquel hijo que había resuelto
venir de visita, cuando el hogar se quedó solo y ni el eco de sus pasos se
escuchaba y menos los de la vieja, que se dedicó a llevarle el tinto sin
moverse. Lo ejecutaba con el poder del amor.