NINA VÉLEZ MUÑOZ
Cuando se dedica a escarbar
en el tiempo, se va topando con chispitas brillantes igual que en una batea
zarandadora en medio de un río, quebrada o veta. En uno de esos barequeo de
recordación se tropieza con la “medicina casera.” Aquellas madres de otrora,
tenían igual o más conocimiento que el boticario del pueblo. En todas las casas
y casi siempre junto a la ‘poceta’ o lavadero de la ropa, diseminados por el
piso, tarros de todos los tamaños, de esos en que venían las galletas unas
veces, otras, los de pintura; no faltaban los de beques que prestaron sus
servicios hasta que los golpes los totearon y entraron a ser ingredientes en la
botánica del hogar. Mi vieja (tan linda ella), era una consumada herbaria, creo
que tenía los conocimientos de José Celestino Mutis, hacía sus viveros
terapéuticos con el fin de ayudar al ‘viejo’ en los gastos con los hijos y no
ver muy seguido al doctor Correa.
Cuando salía a las
afueras del pueblo (Copacabana), por el camino estaban bellas y acogedoras
fincas separadas las puertas por una manga rodeada de alambre de púa, la vieja
buscaba comunicación con los dueños les gritaba: “Buenas y santas, cómo les
va…amarren el perro.” Ya con la señora y después de prolongado dialogo y con
aquella sonrisa pícara le iba pidiendo “piecitos” de cuanta mata existiera,
haciendo énfasis en aquellos retoños o semillas de los que curarán hasta el mal
de ojo. Por aquellos tarritos brotaba el apio, albaca, culantrillo, diente de
león, hinojo, cidrón (cedrón) y limoncillo. A cuanto vecino ayudaba y cuando
ella estaba enferma, jamás supo que hacerse.
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