BOSQUEJO
Había llegado con buen
tiempo a la cita médica. Poca gente deambulaba por los pasillos (eso lo
extrañó). Estaba acostumbrado a observar a ancianos hipertensos con la libreta
en que les llevan el control; en el lugar siempre había personas en busca de
médico que les ayudará con la salud o, más al fondo, detrás de la simpática
odontóloga, cuando una muela estaba más enconada y dolorosa que la llaga de San
Roque, pero lo que abundaba siempre, eran niñas impúber que no podían esconder
el avanzado embarazo. Eso le hacía bajar la moral hasta los cordones de los
zapatos. ¿Incultura? ¿Padres irresponsables? ¿Una época estúpida? ¡O todo
junto!
Se sentó en la larga
silla metálica que estaba fría como culo de tullido, posando sus ojos sobre el
afiche en que indicaban lo importante del lavado de las manos; cuando una voz
fuerte y grave le sacó de un empujón de la estúpida actitud. Un hombre grande y
rectilíneo le pedía al dependiente una cita con el galeno. Aquello, era normal;
no así su vestimenta, que al mirarlo, daba la imagen de un vaquero americano,
salido sin permiso de una estampa de aquellas viejas películas del lejano Oeste.
Su ropa sucia, mostraba que eran las calles las que le daban albergue y que su
locura para emular algún galán de aquellos celuloides, era lo que le daban
fuerza para esquivar las burlas de un vulgo apático y desalmado.
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