COPACABANA FOTO ROBERT HOWARD
Cuando nos montamos en el vagón del
Metro para dirigirnos a Copacabana, el corazón palpitaba en la misma forma en
que sucedió al visitar por primera vez la noviecita al escondido de la mamá.
El día se iba adormeciendo; cielo de
colores rojizos y amarillentos hacían más nostálgica la ocasión y peor, ver que
de la calma antañona se destrozó con pitos desabridos de vehículos que cruzan
raudos.
Aquel parque observado por la torre de
la iglesia y la esbelta palmera, estaba iluminada de bombillos multicolores. La
mirada escudriña entre los múltiples transeúntes. Ninguno tiene el rostro del
amigo qué se quiere encontrar… ¿Para qué preguntar? De seguro dirán: se fue a
dormir el sueño eterno.
Algo llama la atención. Eran unos
pequeños recuadros iluminados en los que están adheridas fotos antiguas de
caserones, en que durmió por años la hidalguía. Hoy, ya no existen; otras, de
personajes típicos que hacían reír con sus travesuras. Estaba la peluquería de
Víctor Gallo; aquella a la que nos llevaba el papá para la motilada, mientras
él, leía revistas viejas arrumadas en una mesita ‘desangarillada’ casi para
irse al suelo y la qué queda adjunta. Todos la llamaron la esquina de Zacarías,
nombre del propietario de la tienda, reconocida por salir de las manos del
viejo transportador de carros de bestia, la mejor avena que haya pasado por mi
guargüero. Regresar al nido de los sueños juveniles y qué nadie te reconozca,
es hurgar el alma con el filo del olvido.
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