COMIENZO DEL DÍA
En la habitación 425 de la clínica
compartida por dos personas; una, la nuera y junto a la ventana, una mujer de
raza negra entrada en años, a su lado el esposo. El corazón se le estaba
deteriorando; ¿Sería de tanto amar a su Chocó o quizás la devoción a su negro
del alma?
Crescencio, haciendo honor a su raza,
es parlanchín. Sin pensarlo, empezó a narrar su ‘viaje al cielo’: “había mucha
gente haciendo fila por un camino cómo de un metro de ancho, lleno de flores a
ambos lados; yo no conocía cinco rosas de diferentes colores, adheridas a un
solo tallo; llegamos a un gran salón
hermosamente iluminado, con una claridad que segaba. Se escuchaba una música
que regocijaba el corazón; el piso, era igual que el cristal, al caminar daba
reflejos. Los que ya estaban allí, se encontraban en fila perfecta, los brazos
extendidos a las alturas; todos postrados de rodillas. El salón era muy grande
y cabía muchas personas. Nadie hablaba. Todas miraban al frente. Al fondo
existía una inmensa pared iluminada con mayor fortaleza en la que unos bellos
angelitos daban vueltas alrededor de un anciano vestido todo de blanco, de un
blanco resplandeciente en el que se descargaba una abundante barba. Él, estaba
sentado en un inmenso trono hecho de nubes, tan blancas cómo sus vestiduras”.
Era amena su conversación y la narrativa llevada con ahínco. Posaba la mirada
con cierto hálito de malicia, que enmarcaba en una tenue sonrisa.
Estábamos lelos, esperando que
continuara la historia que brotaba de la imaginación de un ser sencillo y
humilde, lleno de devoción; él,
seguramente, estaba en ese momento adentrándose en oración, por los lugares
desconocidos, en busca de la cura para con quien compartía su vida. Por
desgracia, no pudimos conocer el final. Llegó la enfermera al 425 y nos hizo
retirar…
Alberto.
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