COPACABANA FOTO RUBEN TORRES.
Aquello era quietud, soledad con
revuelo de palomas, interrumpido por la sonoridad de las campanas. Una plaza
inmensa rodeada de frondosos árboles de mangos, un algarrobo, hermoso guayacán
amarillo y una buena cantidad de mostradores de cantinas en el lado
nororiental. Por el inmenso atrio se veía a mujeres embozadas en mantones
negros rodeados de flecos, que bailaban al caminar de la garbosa dama; el
silencio se llenaba de repiques de tacones, reclinatorios, de agua brotada de
dentro de los patos de la fontana, del sacudir por los fogoneros irreverentes
los árboles para que el fruto callera de bruces al pavimento, se percibía el
eco de algún tango trasnochado o un bolero sentimental desde el kiosco y de camándulas inspiradoras de piedad. La
estampa se repetía días, meses y años. Copacabana estaba construida en crisoles
de historia. Aún se escuchan el paso de las cabalgaduras enjaezadas de escudos,
señorío y estirpe.
Quizás de allende de las fronteras o
seguro, de genes de aborígenes Niquios, o casi sin equivocación, de la mezcla
de aquellos y el negro, un zambo; deambulaba por las calles de Copacabana,
rectilíneo espécimen, dedicado desde temprana edad a los ajetreos de la
albañilería, ejercida en compañía del dios Baco. Cabello ensortijado, ojos
saltones de malicia, piernas extremadamente largas y pies callosos libres de
atavíos de cuero, maltratadores como una penitencia. Fue Trote, todo un
personaje que no sólo fue distinguido en el menester de embaldosar, sino, que,
en la tienda que fue primero de Juan Sánchez y después de Juan Fonnegra a la
entrada del Cabuyal; en un rincón esperaba a los clientes huérfanos de amor o,
a los expertos en los requiebros pasionales, para escribirles esquelas colmadas
de versos, para la Dulcineas de turno. Mijo: si quiere que siga, cómpreme uno
doble.
Alberto.
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