TARDE DE CAMPO
De pronto, comenzó a escuchar llantos;
no sólo era de mujeres y niños, también se percibían lamentos de hombre; se
escuchaban debajo de la cama, salían de los muros de las paredes que hacían
temblar la telaraña que colgaba de un rincón. No comprendía aquello. Aguzaba el
oído, se estregaba los ojos y enderezó el cuerpo para alcanzar el radio. Con un
clic se encendió. Alocución del presidente: “el país sigue por el camino qué
es; los ciudadanos han encontrado la felicidad en un ciento por ciento;
los campesinos gozan de paz, mueren de viejos en las parcelas. No se siente el
olor a pólvora dejada por los fúsiles. La palabra desalojo, entró en el arrume
de los arcaísmos”. Afuera él escuchaba, estallidos de minas quiebra patas,
sirenas de ambulancias. Estaba confundido, no encontraba la razón, ¿Sería que
se había enloquecido de ver tanto sufrimiento? Trataba de poner en orden los
pensamientos, pero, los esfuerzos eran inútiles, los clamores se hacían más
fuertes; percibía voces pidiendo justicia, lamentaciones de abandono y gritos
de voces acalladas que eran más que multitud.
Comprendía que la política era
engañosa, hacían malabarismo con la verdad los que vivían de ella; que los
politiqueros deambulaban por encima del hambre y la incultura mostrando la
mejor sonrisa. Se dio cuenta entonces, que eso era lo que estaba sucediendo en
su entorno. No estaba al borde de la paranoia.
Lo que escuchaba en su recinto era la
ramificación, de la realidad que acontecía en el bello país de sus amores, con
un himno patrio lleno de palabras rebuscadas, con una población cansada de
embustes de tribunos enloquecidos de poder a costa del sufrimiento, parcelando
a la población entre buenos y malos, aquellos morían entre el fuego cruzado y
éstos, se alistaba para gobernar. No estaba loco. Eran las voces de auxilio que
de su interior querían salir a gritar la verdad.
Alberto.
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