FOTO DE COPACABANA DE SEBASTIÁN CORREA
Hombre, no es por
chicaniar, mucho menos demeritar la vida actual, pero sí sé configuran en el
recuerdo acontecimientos tan inmensamente gratos en ese ayer, ese, vivido en
aquel conglomerado acorralado de verdes montañas agrietadas de surcos de
honorabilidad, adormecidas bajo el impacto de olores a azahar de naranjos en
capullo, guayabales adormecidos por el arrullo de cause de la cantarina
quebrada, bifloras hogareñas verdes de ensoñación, policromas y cuidados
extremos de delicadas manos; música antañona que arropaba el parque al rodar
del tocadiscos y que la brisa la introducía por entre los postigos de ventanas
“arrodilladas” ; el escuchar a la distancia los golpes en el yunque forjando el
hierro, la fortaleza, creatividad y el alma. Aquel paisaje bucólico recorrido
por los pies veloces, la mirada escudriñadora, se quedó para siempre haciendo
roncha en la mitad del alma, de la misma forma que lo hace la flecha o la
pérdida del primer amor y más hondo aún, la muerte del primer amigo qué ya
nunca más alzará la copa de anís en el brindis por la amistad.
Las edades eran más o
menos parejas, si acaso meses los separaban. Apareció sin saber de dónde el
nombre de la cofradía: LOS GUIFAROS. Los pajaritos les tenían miedo cuando los
veían en sus vuelos, armados de la cruel cauchera; los charcos de la quebrada
les brindaban su profundidad verdosa, para que retozaran con sus cabellos
húmedos, cuerpos habidos de aventura, soñadores e incrédulos. Cuando llegaban
los tiempos de asuetos de la escuela lo disfrutaban hasta el delirio. En el
morro del cementerio de la amada Copacabana, se desprendían cómo locos en hojas
de palmera embadurnadas de cera. Pero había algo más que los reunía haciéndolos
sociables, era la chorizada en las horas de la noche en la quebrada Piedras
Blancas; cada uno de sus hogares traía algo de bastimento, ya los chorizos
estaban comprados en laguna de las tiendas. La leña estaba en las orillas de
palos secos de los guayabales…tres piedras y manos a la obra. Todos ayudaban a
la fritanga bajo la tenue luz de la candelada, se oía el chirriar de los
elementos en la paila y los hijueputazos después de las quemaduras. Aquello se
podía hacer, no existían violadores, tampoco habían nacido los atracos.
Alberto.