Copacabana en los años de 1960.
“Solo amor es el que le
da valor a todas las cosas (Santa Teresa de Jesús)
P
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asar la etapa de la
niñez es toda una proeza. En ese despertar, se cometen las acciones más
estúpidas por el desconocimiento; salimos a la vida, igual que el toro miura en
su entrada al ruedo. No existe día en que no cometamos una locura que sí
pasamos avante, nos deja la experiencia y ésta sí, nos labra un camino en el
transcurrir de la vida.
A veces nos peleamos
con los compañeros por cosas baladíes, haciendo igual que los gallinazos,
pelear por tripa. En frente de la casa, en un montículo, alguien con fortuna,
construyó una enorme casa, que en tiempos remotos debió ser una hacienda de
acaudalado personaje de finales del siglo IX, cuando la población llevaba el nombre
“Sitio de la Tasajera”. Por ella, pasaron varias familias. En la época en
aconteció el siguiente acontecimiento, estaba ocupada por una familia Mejía
Jiménez, que estaba compuesta por varios hijos solteros y una que otra casada
que con marido y prole, se agregó al ‘batallón’. En los fines de semana se
bailaba; el licor corría por el guargüero de hombres y mujeres de los
habituales habitantes y de una multitud de familiares llegados de todas partes
al jolgorio.
Al costado izquierdo
del caserón, se había hecho una pequeña cancha, en la que en las tardes después
de hacer las tareas de la escuela, se reunían a jugar partidos de fútbol, tan
largos como misa oficiada por obispo. Los Mejía inquilinos, eran buenos para
las gambetas, chutaban fuerte el balón y daban pata igual que mula cerrera. Una
de esas tardes con sol mortecino, llegaron con un primo delgado y color
blanquecino, que entró en la competición. Entre jugada y jugada y por una
zancadilla, nos fuimos a las manos; el enclenque mancebo temeroso, abandonó el
partido. La cosa murió ahí. La casona quedó un día desocupada, mientras
nosotros seguíamos haciendo correr la pelota por la grama crispada por el
viento y el arrullo de aguas cristalinas, que bajaba desde la montaña.
Amigo entre mi jardín.
Por aquellos tiempos circulaba un periódico especializado en temas de los
bajos fondos. Al abrirlo se debía tener cuidado, para no ir a recibir un
disparo. Un día siendo ya mozo, con incipiente barba, pasaba las hojas de la
publicación y con título de letras rojas, anunciaba que había sido capturado
peligroso antisocial. Le llamó la atención la foto que acompañaba el escrito.
Sí. Era el mismo. No cabía la menor duda. Bien trajeado estaba el que una tarde
de verano, se acercó a jugar en la manguita del Banco (nombre dado a la finca).
Se aprendió por la policía a: “Toñilas”, peligroso hampón”. Claro, era él.
Antonio Jiménez. Se preguntó: ¿Si llegáramos a encontrarnos, podría tomar
alguna represalia por los golpes dados en un insignificante juego de fútbol? El
interrogante se fue diluyendo y sólo queda en el
recuerdo un vago temor.
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