Parte nororiental del parque de Copacabana.
“No hay que cargar
nuestros pensamientos con el peso de nuestros zapatos.” (André Breton)
A
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quel caserón que fue la
morada al llegar a Copacabana, tenía un extenso solar, en que había árboles,
matas de totumo que se arrastraban por el suelo, como serpientes verdes. Muchas
plantas medicinales, de que echaba mano la madre, para curar las enfermedades
infantiles de los dos hijos; sobresalían las acariciadoras hojas del
higuerilla, aferradas al tallo hueco, con las que en frascos con agua enjabonada,
jugaban haciendo inmensas bombas coloridas, que hacía estallar el viento. Lo
más agradable del lugar lo era, los variados trinos de pájaros, que llegaban en
bandada, a posarse en las ramas. Se escuchaban las notas desde el despunte del
alba hasta el ocaso.
La inmensa cocina del
‘pollo’ renegrido por la quema de carbón, estaba ubicada a la entrada de la
diminuta selva, escenario de mil juegos y travesuras de los chiquillos, que
disfrutaban como monos sin ninguna preocupación, aún no tenían edad para entrar
a la escuela, la madre mientras tanto, colocaba en el fogón, la olla con agua,
para cuando hirviera echarle la panela, saliendo de allí, la famosa agua de
panela, que aquí es conocida como aguadulce, sirve de sobre mesa a las comidas
o refrescante en horas de calor ¡Nada es tan bueno para calmar la sed! Y sí es
con limón, mucho mejor. En los primeros días de la estadía, las cosas caminaban
en una tranquilidad pasmosa; no se cerraba la puerta de la cocina, menos la
ventana, puesta allí, para mayor claridad.
Después que la madre
remendara las medias introduciendo un bombillo, se fue a ver en qué estado iba
la cocción del agua de panela; la tapa de la olla, estaba en el suelo y dentro
aún con un poco de vida, se hallaba un pajarito de un amarillo parduzco, parecido
en la conformación al canario; lo llamaban por su desaforado encanto por beber
el melado de la panela, ‘aguadulcero’. Nada había ya que hacer, sólo botar todo
el contenido y volver a empezar.
Costado occidental del parque antiguo de Copacabana. La casa al extremo derecho es la que se habla.
El caso, es que se
volvió una plaga la llegada del pajarillo en busca del almíbar de la panela, no
era únicamente caer al fondo y salir cocinados, sino, que en su revoletear,
tiraban al piso: ollas, tapas, cristales, parrillas para azar las arepas,
vasos, con lo que crispaban los nervios de la buena mamá, al escuchar los
golpes que cada objeto hacía al caer, ella pensaba que podrían ser ladrones que
se habían entrado por los muros del solar. El santo remedio para alejar los
intrusos, fue cerrar puerta y ventana mientras estuviera haciendo otros
menesteres, convirtiendo la acogedora cocina en un claustro y las silgas,
mirando con nostalgia el aldabón que clausuró la tentación de unos endulzantes
sorbos.
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