Una buena madre y sus dos hijos.
“El futuro pertenece a
quienes creen en la belleza de sus sueños.” (Eleanor Roosevelt)
E
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l anciano padre, hombre
de estrato campesino y por ello, incompatible con la desidia, aunque estaba
pensionado, se sentía incómodo en el hogar; pensaba que aún era productivo. Él,
estaba siempre ayudando a la esposa en los quehaceres rutinarios, sabía que una
mujer sola, le era imposible desempeñar el oficio y que tanto maltrato terminaría
por desgastarla físicamente…cómo la amaba entrañablemente, ahí estaba para ser
su brazo derecho. Ese comportamiento lo enseñó a los dos hijos para que en el
mañana, tuvieran presente, que la mujer no era una mula de carga. Pero quería
emplearse en algo que le brindara unos pesos más para mantener en buena forma el
hogar y no existieran efugios económicos. Para colaborar con la consorte, tenía
toda la mañana, pues, era un buen madrugador.
Fue empleado en la
fábrica IMUSA, empresa de fabricación de implementos para el hogar en aluminio
y plástico en que trabajaba un buen número de personas de Copacabana. Cuando le
tocaba turno en la noche, se le llevaba los alimentos en portacomidas que la
esposa con amor preparaba para “El viejo”, forma cariñosa del trato, que
mutuamente se daban. Siempre el padre, dejaba a su hijo el ‘sobrado’. ¡Qué era
aquello! Es imposible e indescriptible, de narrar lo que se sentía con aquel
bocado, dejado con amor por el patriarca; el sabor, parecía provenir de la
infinidad del cielo, un maná antioqueño con el que se atragantaba debajo de la sombra
de un árbol, saboreándolo con infinito placer.
La empresa había
dispuesto para comodidad de sus trabajadores, un comisariato en el que entraba
la matada de novillo y cerdo. Todo asequible para el personal por los bajos
precios. Una tarde llegó como de costumbre con la portacomida; al abrir el
padre aquella enorme puerta, escuchó a lo lejos el aullido lastimero de un
animal.
El viejo padre en sus últimos años.
Su corazón se agitó de
tal forma, que creyó se saldría del lugar asignado dentro de su cuerpo. Sentía
que los mugidos a cada segundo se iban debilitando, hasta ser cubiertos por un
silencio sepulcral. Pensó que estaba muerto, rodeado de una mancha de sangre,
de esa sangre que antes le daba vida y que ahora se había escapado por la
herida causada por el matarife ¿acaso sería justo?
El viejo lo invitó a
que pasara a ver el grotesco espectáculo. Jamás papá. Entre su turbación
alcanzó a oír: “Mijo, usted si es bien poco novelero.”
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