Se derrumba el hogar de los ancestros.
El pueblo de Copacabana
para aquel entonces, eran extensiones de mangas, guayabales, arbustos de
mata-ratón, elegantes sauces y árboles de búcaros por donde corrían
estrepitosamente grandes iguanas, que le temían a las ‘pernicias’ de los
muchachos. Detrás del hogar estaba el lugar que la buena mamá, había hecho su
zona de descanso en las horas de la tarde, cuando la casa tapaba el poniente
del sol y el refrescante viento se venía encajonado entre las dos cordilleras
de norte a sur. No se separaban de ella, unas pocas gallinas que pastaban y
comían grillos a su alrededor y menos podían faltar en aquel remanso de paz,
Mirto, el perro y Pepe, el gato, aunque lo hacía con cautela por la presencia
del can. Ella (la madre), con su vestido fresco en que abundaban las flores era
la estampa diaria acompañada por el hijo menor, que ya había tomado el
chocolate (que en Antioquia, se llama el ‘algo parviao’), después de salir de
la escuela de don Jesús. En ese rincón amable, era el preferido para la matrona
descargar evocaciones del pasado, de la niñez intrépida.
Contaba entre risas
maliciosas: que alguna ocasión se entró a un solar vecino en que había una
marranera y viendo un cochinito pequeño como ella, se le montó encima de un
brinco, el animalito lleno de pánico empezó a correr y ella, a no dejarse
tumbar agarrándose de las orejas. Dando tumbos como alma que lleva el diablo,
la llevaba de aquí para allá; hasta que en su loca carrera y viendo quizás que
era la única manera de librarse de la de la delicada carga, se pasó por debajo
de un alambrado, quedando la intrigante criatura llena de rayones hechas por
las púas que también rasgaron el vestido, quedando pegado el moño de la bata al
estacón. Todos gritaban, la mató. Se sacudió la ropa y se puso a llorar.
Al oírla y ver el
resplandor de los ojos, enmarcados de malicia, entendía que la progenitora, no
fue una pera en dulce y lo lamentaba por la abuelita, que tuvo que soportarla.
Templo de Copacabana a ras de piso
Para la época de
aquellas confesiones, fumaba sus cigarrillos Pielroja y, lo hacía con un gusto,
que daban ganas de imitarla. Ya sé, de dónde viene éste malvado vicio. Echaba
la bocanada de humo y prosiguió: a la escuela iban una o dos veces al año unas
señoritas a vacunar. Le tenía pavor al verlas calentar en un estuche plateado
las jeringas, sacar del frasquito el líquido con unas agujas grandotas que la
llenaban de espanto. Todas las compañeritas iban pasando en fila india, hasta
que le tocaba el turno. Ponía el brazo derecho, pero empuñando la mano con toda
la fuerza de que era capaz y por ese motivo, reventó la aguja, quedando la
mitad incrustada. Pequeña cirugía para extraerla, gritos, llantos y regaños de
la directora de la escuela para la traviesa niña hija de los Vélez. Carcajadas
del hijo y la madre, en aquel plácido rincón de los recuerdos en la antañona
Copacabana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario