Dulce empleo
Se llega a ocupar
espacio en ésta pelota de barro llamada mundo, entrando a los codazos para
abrirnos paso entre tanta multitud. En principio, se encuentra la protección de
unos brazos amorosos de la madre, que nos ampara con ternura, pero, dispuesta a
dar la vida, si fuera necesario ante las asechanzas del peligro. No hay llanto
que no sea mitigado con un beso, ni alegría celebrada con una sonrisa que
resuena como un cascabel en lo más profundo del alma. Con el crecimiento
normal, se van encontrando las armas que coadyuvan en la defensa de los
intereses personales. Estamos listos para la batalla por la supervivencia;
hasta el organismo, se hace a nuestro lado mandándonos mensajes de alerta.
Pasar esa etapa de niño, es toda una hazaña recubierta de milagro.
Con la curiosidad
normal de un explorador infatigable, ante un universo inmenso de secretos,
arranca la expedición con el merodeo por cuanto resquicio abierto a su afán por
descubrir y calmar su sed de rastreador. Para lograr lo anhelado, echa mano a
cuanta estrategia llámese mentira o engaño sin pensar por un instante, las
consecuencias que ello conlleve. El poder avasallante de la inocencia, no le da
cabida al miedo. Es cuando, extasiado en la belleza y profundidad del charco
que ha hecho en el recorrido la caudalosa quebrada o corrientoso río; busca el
peñasco más alto para lanzarse en un clavado vertiginoso, a la profundidad
oscura de sus aguas, sin impórtale que abajo lo esté esperando el hábito negro
de la muerte. En su recorrido por lo desconocido, trepa igual que el mico,
hasta el árbol más alto, en busca del nido que los pajaritos han formado para
su albergue y sus pichones; la altura y las quebradizas ramas, no son obstáculo
para calmar el deseo ingenuo de saber de la reproducción de las aves en los
copas de los árboles. Esperar que desde lo alto la esbelta palmera, deje caer
la inmensa hoja, para hacer un vehículo veloz, que desde la cúspide lo lance hacía
lo desconocido del vértigo, sin temor al peligro que lo puede estar esperando
en el alocado descenso. En su afán de conquistar, penetra a propiedades ajenas
para “robar” los frutos maduros, sin el temor de dueños.
Jalea blanca
Y el perro feroz que en
el corredor, agudiza el olfato y el oído para cuidar la propiedad de sus amos.
Corre despavorido con el primer ladrido, pasando por debajo de la alambrada en
la que queda como recuerdo de la intrepidez, jirones de la ropa, que es lo
único que el can puede mostrar a sus dueños, como prueba de su fidelidad,
mientras él, jadeante y sonriente sobre una piedra chupa el sumo de jugosa
naranja.
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