Mi padre en el comedor de su casa
L
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a madre amorosa iba a
ser el bistec, uno de los platos que la prole devoraba igual que vikingos,
alejados por completo de normas de urbanidad. No era necesario lavar la vajilla,
la lengua había hecho el oficio. No conoció nunca la pereza. Amaba a sus hijos
y al esposo, por ellos, sacaba del corazón la sazón con el que adobaba la
hirviente olla que burbujeaba en el fogón. Salían de los rincones toda clase de
especias: clavo, pimienta, azafrán, cebolla “junca”, tomate, sin faltar jamás
el ajo y el cilantro. Con la mano de piedra y sobre otra cóncava iba amasando
la mistura de los ingredientes aromáticos que con su solo olor, acrecentaban el
apetito. Baño de vinagre que corría hasta caer en la taza de peltre. Como quien
lleva una hostia consagrada, sus brazos y manos pecosas, llevaban hasta el
borde de la vasija los ingredientes, dejándolos caer con la suavidad de una
caricia entre dos que se aman, sobre la loncha de carne, cortada en rodajas
iguales para mitigar el impulso estomacal del trío de sus amores. Hervía y la
tapa no alcanzaba a obstruir el aroma que salía a pasear por todos los lugares
de la casa y que con un mucho de vanidad y ficción de la fantasía, pasaba por
los solares vecinos creando un ambiente de envidia.
Tenía la hermosa madre,
el tiempo exacto de cocción en su reloj imaginario; mientras la ebullición
hacía su parte en el laboratorio de la frugalidad, estaban expectantes los
componentes de hogar. El padre, asentaba la barbera para rasurarse sin dejar de
inhalar el aroma; no disimulaba la avidez por el manjar que pronto llegaría a
la mesa de la fraternidad, el respeto y el amor. Entre tanto, los dos hijos,
correteaban por el corredor con la felicidad remarcada en el rostro. Mirto, el
perro, desde un punto estratégico miraba de soslayo los movimientos rítmicos y
acompasados del amo al servir y a Pepe el gato, que por temor buscó refugio en
el alto de la ventana. La mesa servida equitativamente, esperaba el llamado. El
patriarca padre, tomaba su puesto principal, el hijo mayor a su derecha, a la
izquierda, “el limpia piedra” y al frente, la esposa de incipientes cabellos
canos. No se comenzaba la ingestión hasta que el padre lo hiciera. Sonaban las
cucharas de alpaca sobre los platos, de una vajilla ancestral heredada que aún
tenía olor a honor.
Nina mi madre un año antes de morir
No podía faltar entre
bocados, historias de tiempos idos o correcciones de comportamiento de
urbanidad en aquel templo hogareño, en que hasta los animales comprendían cuál
era su lugar en aquel festín; esperaban pacientemente el turno de que la coca
se rebosara del alimento, que cada uno, le dejaba con amor a quienes hacían
parte de la estampa familiar. Con infinita devoción, la cabeza del hogar,
entonaba el Padre Nuestro, para dar gracias al cielo de irrigar de nutrientes
la despensa.
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