Carnicero de pueblo
El tic tac del reloj
sigue su curso inexorable y lo percibe con mayor fuerza la lozanía, aquella de
que hacíamos gala en los años encantadores de la juventud, esa época dorada,
que igual que corcel, se aprestaba a mil batallas. El orgullo, no nos permitía
ver más allá de nuestro ego. Días con noches voluptuosas, cantos en el baño,
sueños inspirados en las Mil y una Noche; persecución de las niñas bellas del
colegio, acicalamiento extremo ante el espejo, admiración por Tarzán el Hombre
Mono, Mandrake, El Fantasma y tantos otros personajes inolvidables de tiras
cómicas. El correr del tiempo empaña y borra con crueldad las vivencias, las
cosas y los procederes. Lo que fue costumbre se vuelve estupidez y lo que se
amó, recuerdo.
Los niños de antaño, se
estremecían con los carritos de madera recubiertos de lata, los trompos
“mileteros” o lo rumbadores llamados
“silguitas” porque bailaban con la suavidad de una caricia. Aquella unión
infantil que acrecentaba la amistad de la “pisingaña” con el estribillo de:
“firolito firolito come mierda de pajarito; una dola canela, sobaco de vela…”;
al perdedor, se le ponía una pena, las risas no conocieron la tristeza. En la
memoria aún retumba el momento cruento en que los padres iban al boticario a
comprar el purgante, para preparar a los hijos, antes de iniciar las labores
estudiantiles; el acostumbrado era el quinopodio, de una efectividad
avasalladora, las lombrices no daban ni un brinco, salían arrojadas por
cantidades industriales; quedaba uno igual que el ángel de guarda.
Se extraña la inmensa
totuma llena de huequitos en que la madre guardaba las arepas “tela” y las
redondas para que se airearan y estuvieran frescas a la hora del consumo; no se
escucha el sonido rítmico de raspador que borraba los puntos negros del quemado.
No se vislumbra por rincón ninguno, la caja redonda de los polvos “Flores de
Niza” que embellecían el rostro amado de la progenitora, cuando había terminado
la agobiante tarea del hogar.
Támesis tertulia 2
Esa caja, que
esperábamos con ansia que llegara a su fin, para convertir sus dos tapas, en
nuestro teléfono, al unirlas con extenso hilo: ¿quién habla? Yo, ¿usted quién
es? Todo tenía ese sabor a sencillez, a ingenuidad, que son los componentes de
la felicidad sin máscaras; apartado todo de la superflua vanidad.
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