Parte de la iglesia de Copacabana
Aquellos inmejorables
años vividos en el bello poblado, no se pueden olvidar fácilmente; fueron un
romance entre cordilleras, aves, frutas, campesinos, bellos amaneceres, aguas
cantarinas, mujeres hermosas que despertaron ingenuos amores y amistades que se
prolongaron en el tiempo. Todo ese cúmulo de añoranzas, permanecen vivas, dando
la impresión, de que fue ayer y no haber transcurrido ya hace tanto tiempo,
cómo lo demuestran las arrugas y una cabeza plateada por las canas, símbolo del
trajinar por las dehesas de la subsistencia, montado sobre el brioso corcel del
agitado mundo, que a pesar de lanzar patadas y retumbos, no logró lanzarme al
vacío de la desesperanza.
El padre Sanín, cura
que duró mucho tiempo tutelando de párroco, las almas del conglomerado del
Sitio de la Tasajera (Copacabana); hacía de la Semana Santa un bello
acontecimiento, por la suntuosidad puesta con fervor, ante el magno evento
histórico del recorrido de Jesús hecho hombre. Era costumbre centenaria para
aquella calenda, el que toda la población, comprara ropa nueva para estrenar en
los días jueves y viernes santos; jovencitas se ponían tacones y
‘piernipeludos’ (jóvenes), alargaban los pantalones. En el rostro de todos se
notaba, qué vivían la pasión de los actos, hoy vuelta “parranda santa”.
Procesión en Copacabana con el padre Sanín
El recuerdo más
impactante, lo era, el viernes Santo. Se traía un orador sagrado de altos
quilates, que desde el púlpito estremecía al conglomerado al ir disertando
sobre las últimas palabras de Cristo en la cruz. Detrás de ella, se habían
colocado, un buen número de ramas imitando una arboleda; cuando el predicador
decía: “todo está consumado”, estallaban tacos de pólvora reproduciendo el
sonido de truenos, las ramas se mecían y las luces del templo, el sacristán las
apagaba y prendía intermitentemente, mostrando el dolor del mundo ante la
partida del redentor. La feligresía sudorosa, entristecida y contrita se daba
golpes de pecho mirando al cielo, pidiendo perdón.
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