Lo que hay que hacer
Aquella extraordinaria
mujer, había colocado la máquina de coser, en la habitación que daba a la calle,
engalanada de enorme ventana, por donde le entraba la luz y el aire. Era su
puesto de batalla, en que unos pesos demás entraban al arca del hogar. Revistas
de moda aguardaban a los clientes, para satisfacer las vanidades femeninas (que
no eran pocas); tenía una buena clientela que hacían que el pedal que sus pies
movían, no se quedara quieto, muchas veces hasta tarde de la noche. Mientras
llegaba la mesada del esposo, que permanecía largo tiempo por fuera, ella, con
su costura, daba manutención a sus seis hijos. No se borraba de su hermoso
rostro una sonrisa, larga como el cabello ensortijado que caía sobre sus
hombros. Siempre estaba en actividad ya fuera trazando, cortando las telas para
los vestidos o en la cocina en las labores de cocer los alimentos aquietando la
voracidad de la prole y de todo aquel que llegara a su casa en horas en que la
mesa estaba servida; tenía el don de compartir con amor los regalos llegados
desde el cielo.
Dejaba salir los hijos
mayores a jugar con los amigos en la manga cercana, pero cuando se escaseaban
los hilos, se quebraba una aguja o cualquier implemento le hacía falta, salía
al corredor y con voz fuerte los llamaba por los nombres de en uno en uno.
Una soledad entretenida
Esa acción periódica,
hizo que la lora aprendiera no sólo a llamarlos, sino también la entonación;
tanto, que era difícil distinguir de que garganta salía el llamado. El acto
aunque sencillo, no dejaba de ser encantador para quienes, tuvimos el privilegio
de gozarlo a plenitud. Entre la amabilidad, la filantropía del corazón,
botones, hilos y retazos de diferentes colores en la morada de tan espiritual
mujer, corrieron los años sin sentirlos, contribuyendo hallar en sus hijos, mis
grandes amigos; amistad que aún a pesar de los años perdura, aunque la voz de
la lora no los llame, se enquistaron en el corazón.
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