Casa finca de Zacarías Montoya
Aquella niñez fue
grata, creo, hasta el punto, de ser la culpable de mantener la ancianidad
incólume, anhelante y con la expectativa de disfrutar de unos años más aferrado
al timón del barco hogareño instituido, como facsímil, de aquel en que se
vieron titilar las estrellas por primera vez; el remedo puede ser que no haya
sido puntual, pero los frutos se sazonaron de tal forma, que el alma, hoy
saborea su dulzor, compartiéndolo en dosis de amor con los semejantes, sin
esperar de ellos el aplauso o falsas congratulaciones. Es la felicidad del
deber cumplido y el triunfo indiscutido del poder de los ancestros.
El territorio de aquel
poblado, estaba diseñado para albergar a la naturaleza sin restricciones. De la
tierra brotaban los árboles frutales que llenaban de aromas los campos,
atrayendo desde distintos confines aves que se posaban en sus ramas para
alimentarse, descansar de largo viaje o anidar, pues la belleza del entorno,
les invitaba a quedarse; sus trinos en la espesura era manifestación de alegría
compartida con los habitantes de las humildes viviendas, que se acostumbraron a
convivir entre el arrullo de la música emplumada, el murmullo del agua bajada
desde la montaña, el chirriar de la candela en la madera seca, sobre las
piedras del fogón, el dulzor de los frutos y la devoción de la oración en los
atardeceres del silencio.
Fontana Bolivar y la madre en el parque principal
Aquellos
pies ligeros, anhelantes, deseosos se recorrían los senderos unas veces muelles
sobre el musgo, otras en cascajales que herían el recorrido; seguía sin
detenerse para saborear los almibares de los frutos colgados en las copas
verdes. Pomas, mangos, naranjas, guamas, cañafístulas, mandarinas, guayabas,
entraban en su boca para endulzar la irresponsable evasión de la escuela; era
feliz en la libertad del soplo del aire, en la profundidad de las aguas claras,
en las alturas de la cúspide del árbol, no así, en el aula sórdida, la mirada
inquisidora del maestro, los compañeritos altaneros que hacían el ambiente
insoportable. Lo de él era el albedrío sin mortajas disfrutando de la
naturaleza, hasta caer exhausto y dormir sin despertar.
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