Naturaleza viva
No inútilmente han
pasado los años, se convirtieron en un baúl en que se guardan los recuerdos,
coleccionándolos delicadamente, cómo quien atesora figuras de cristal, para que
no vayan a romperse; de vez en cuando en que la soledad hace la visita acompañada
de la congoja, intuitivamente, se abre el cofre sagrado de la evocación y una a
una sus piezas, son limpiadas con el cachemir del amor humedecido por las
lágrimas, fuente inagotable de la añoranza.
Durante el recorrido
del otrora, se encuentra estampas decoradas de singular belleza, matizadas por
una ingenua calma que el corazón saboreaba revestido de ternura, hacía que los
amaneceres fueran radiantes y las noches tachonadas de luceros, un mullido
tálamo de ilusiones, esperanzas y reposo. No se encontraba asomos de
perturbación, temor o miedo. Desde los campos sembrados de honestidad,
revestidos del verde de la paz, bajaban por los caminos a lomo de mula las
notas de sentidos bambucos, las risas angelicales de los niños, el viento
jugaba con las trenzas de las vírgenes campesinas, bajo la mirada del varón,
que azadón al hombro lanzaba requiebros castos, tímidos y amorosos. Mientras
los pueblerinos envueltos en la fragancia de la esperanza, escuchaban la
sonoridad de las campanas provenientes de la torre de la iglesia,
manifestándoles que un nuevo día había llegado.
Escudo familiar
Un ángelus arropaba los
hogares. En la cocina, hervían las ilusiones, los bostezos, el chocolate y la
pereza de los educandos al sonido del molinillo, batido por las manos pulcras
de la madre que musitaba oraciones, mientras el perro dormitaba en un rincón.
Por las calles semivacías se escuchaban el taconear de pasos fervorosos,
encapuchados en delicadas mantillas con rumbo al templo, el de hombres
acrisolados con destino al lugar de trabajo y un murmullo de voces infantiles
inundaban la pasividad de la alborada, camino al encuentro de una educación
preñada de urbanidad.
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