Copacabana y su vieja estación del ferrocarril
Desempolvar, era la
palabra usada por las madres con mucha frecuencia, cuando se dedicaban a
limpiar el cobijo, no sólo cuando el viento traía el polvo en el juego alocado
de los remolinos, sino, también, con las travesuras de los vástagos, ciclones
naturales de desorden. Hoy se quiere utilizar, para sacudir la polvareda de
infinitos recuerdos, cubiertos por el tiempo para mostrarlos, que aunque
sencillos, ingenuos, no dejan de ser evocadores de una época matizada por las
delicias de la candidez. Los actos por pequeños, eran movidos por la fuerza
motriz del amor.
Sé evoca aquel instante
acogedor en que toda la familia se agrupaba en el comedor. Siguiendo la norma
de la urbanidad, se esperaba que el padre, se sentara primero, después cada uno
ocupaba su lugar. Mientras se degustaba el alimento, no faltaba la reprensión
por alguna nota discordante de uno de los comensales; era allí, en aquel
monumento de la solidaridad, en que se conocía el valor de los ancestros, se
expedían las normas, enseñanza de la caridad, respeto por el semejante;
distinguir entre el bien y el mal. Era pues en ese escenario, la universidad de
la vida regentada por los maestros de la fidelidad acrisolada por el amor, a la
espera de vernos graduados en los señores del futuro. Todo esto acaecía
saboreando el plato materno.
Ojo con lo que hacen tus hijos
Al seguir sacudiendo
los anaqueles de la nostalgia, se roza con las hermosas niñas buscadas para que
los domingos o días de fiesta, salieran por las calles recolectando dinero,
para alguna obra benéfica, deportiva o cultural. Pegaban insignias con alfiler
en el pecho de los parroquianos; atravesaban un lazo en la vía para detener los
vehículos y con la mejor sonrisa tan casta como seductora, pedían a los
visitantes la colaboración. Entre ese ramillete de flores en despunte,
resaltaba nuestro primer amor. Hoy una venerable rosa, que se niega a
marchitar.
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