Amistad sin colores
Transcurría esa hermosa
época en que el respeto existía…cuando al poblado de Copacabana, lo iluminaba
un sol radiante, se oía el taconear del transeúnte por sus calles vacías; se
alcanzaba a escuchar el ajetreo de las mujeres en las cocinas, al amparo del
calor de fuego expedido por el carbón de leña. El silencio del vecindario se
rompía cual cristal, al amanecer del domingo. Las campanas del templo a la
alborada llamaban a misa, los toldos alineados moteados de blancura, exhibían
llenos de esperanza sus productos, con sobredosis de honradez; por los cuatro
costados, hacían aparición los campesinos, enjaezados entre la ruana con el
olor característico a tierra y musgo, aroma sin igual de la laboriosidad.
Oraban para que al regreso, los pies retomaran aligerados de carga, el carriel
con unos pesos premio al tesón y la gratitud con el campo, cuna en que se mecen
las esperanzas. Por el espacio del acogedor parque, se esparcían la música de
la retreta en los instrumentos de la banda municipal, envueltos en el círculo
de la chiquillería bulliciosa y expectante. Las cantinas hervían de
parroquianos al encuentro del dios Baco, luciendo con orgullo sus machetes de
24 pulgadas; se hablaba de arados, de vacas, linderos, escrituras, bocatomas de
agua para los labrantíos y hasta de la mujer amada.
A la sombra de frondoso
árbol de mangos, los dulces.
A un plato voy a dar
Hasta allí, llegaba el fatigado padre, después
de haber recorrido cada uno de los lugares en que la naturaleza, estaba
esperando para abastecer el hogar. La vendedora de colorido traje, capucha
blanca que le cubría el cabello, delantal de amplio bolsillo (caja fuerte de
tela), a donde iban a parar las monedas y su amplia sonrisa, ponía a
disposición su endulzante mercancía. El padre, sabía que en cada golosina iba
la renovación del amor con su esposa. Pequeño detalle que le hacía chuparse los
dedos.
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