Francisco Mejía Arango
El amor, está lleno de
sorpresas apareciendo (lo más bello él), sin que se ande buscando o tenga una
planificación metódica; llega casi siempre sin avisar en el día, lugar u hora
menos pensada, basta una mirada para que algo sorprendente suceda dentro del
andamiaje de los sentimientos para que brote la ternura, la vida se llena de
luz, música, bondad e insomnios. La soledad, deja de ser compañía angustiosa y
se transforma en emociones vivificantes que hacen de los amaneceres
irradiadores de felicidad. El camino iluminado por el cariño, es propenso para
divagar de la mano con la ensoñación, unidos hasta el ocaso.
Ella, era una mujer
acostumbrada a la ciudad a más de bella, la hija menor de una extensa familia,
cuidada como una joya invaluable. Él todo lo contrario. Un hombre con olor a
musgo, ha arado movido por manos callosas, levantado entre golpes de azadón. A
pesar de la diferencia abismal, un buen día fueron cautivados por el inquieto
Cupido, ese niño vendado, que lanza sus flechas a la deriva sin importarle en
qué lugar da en el blanco. Ellos, se dejaron llevar por la seducción y soñaban
con un hogar construido con vigorosas cepas, dónde ni el cansancio, la
maleficencia del vulgo, los vaivenes económicos, intriga e infidelidad, pudieran
nunca trastocar sus vidas. Sé hicieron uno, tan vigoroso, que nada pudo jamás,
contrarrestar la unidad.
Nina Vélez Muñoz
Juntos atravesaron las
épocas doradas de la juventud, yuxtapuestos el corredor florido de la
ancianidad, con sus cabellos plateados en nobleza y un corazón predispuesto al
amor. En el largo viaje de la existencia, tropezaron con vacíos insondables,
que sortearon asidos de las manos de la nobleza y cobijados por la ternura,
esperaban el nuevo amanecer, en que las irradiaciones de un sol de esperanzas
matizaba las angustias y desesperanzas. Juntos llegaron al ocaso con un rostro
iluminado por la alegría, compartido hasta el final con la progenie, resultada
desde aquel flechazo lanzado al azar.
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