Al frente del poblado,
arriba de la margen izquierda del río, donde comienza la montaña, estaba el
latifundio de don Ramón Arango, hasta donde columbraba la mirada estaban los
estacones con alambrada de la propiedad que dividía la vera del camino. Ese
encantador paraje arborizado, desde donde oteábamos la historia añeja de
Copacabana, tenía su encanto. La montaña le hizo un sendero a la corriente de
agua, que cantarina se desprendía desde la cresta, la frescura del paisaje le
hacía rebajar grados de temperatura, era fresca, por no decir helada. En su
desprendimiento por entre rocas, fue construyendo un charco verde debido a su
profundidad; las aguas eran serenas, pesadas, difíciles para el sobrenado, por
aquellas circunstancias nace las la leyenda o tradición del nombre del charco.
Se contaba en aquellas calendas, que un grupo de seminaristas se lanzaron a sus
aguas y uno de ellos se desapareció en las profundidades.
Cuando la vitalidad de
la juventud resopla por los poros, el temor no encuentra cabida, los mitos,
leyendas, fábulas, ficciones o cuentos, en vez de atemorizar azuza para
despojarse de dudas. La barra de amigos de vez en cuando planeaba la subida al
lugar, (lo tomaban como un paseo de olla), se aperaban líquidos que calmaran la
sed, alguna fruta y dele pa’l morro. Chanzas, cuentos de suave color y verdes cual
lora en un yerbal, cantos y sobre todo en cada mochila cargaban la amistad. Se
busca las partes altas de la montaña para lanzarse a aquella profundidad color
esmeralda una y otra vez hasta que el gélido del agua, los hacía salir ¡Nunca
pasó nada! Pero sí en uno de los regresos. La cauchera hacía parte del
equipaje. En un arbusto las avispas “quita calzones,” había edificado vivienda
y el otero, por el tamaño del nido, se notaba eran prolíficas. Sin darnos
cuenta, uno disparó la cauchera y cuando menos pensamos no se escuchaba sino
los zumbidos por encima de nuestras cabezas. Carreras alocadas, engarzadas de
pantalones en las alambradas y un grito, uno de nuestros amigos fue picado en
la cabeza y la avispa aún permanecía revolando en unos de los ‘cachumbos’ del
ensortijado cabello. Susto, dolor, de quién después a base de empeño, llegaría
a hacer alcalde de la tricentenaria ciudad del Sitio de la Tasajera.
Alberto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario