DESFILE DE LA ESCUELA NIÑAS
Esto sucedió hace
mucho…en los tiempos de la calma, cuando el rejo era el primer enderezador, en
que los padres eran el centro familiar, por allá en que los maestros enseñaban
comportamiento, normas antes que derechos; esa época en que Copacabana estaba
distanciada de droga, atracos. Cuando en las fincas se rezaba el ángelus antes
de emprender la jornada en el arado, cuando al río no le habían robado su
espacio besándose con la vega y la quebrada estaba invadida de charcos para
disfrute de los niños, por esa calenda, se instaló en la calle del comercio
otra farmacia, la memoria dice que venía su propietario de Girardota. Esposa y
dos hijos. Como el tiempo es así, la acrisolada dama envejecía y los retoños se
hacían la entrada por la pubertad. Esos retoños eran la luz de los ojos de doña
Inés. Al que se llenó de fantasías armoniosas, le colmó de acordeones de todas
las marcas, atriles, cuadernos de notas musicales, profesores de solfeo y
música y éste, quería mostrar sus avances en las cantinas, mostrando que podía
dar el do de pecho.
Una mañana fresca, de
esas que ofrecía el Sitio, en una de las ventanas apareció el aviso:
Dentistería sin Dolor. Había puesto su consultorio un sobrino de doña Inés. El
menor de los retoños de la acrisolada señora, se dedicó a aprender la profesión
de saca muelas. Elkin lo tomó en serio, hasta en su vestimenta. Vivía
impecablemente vestido sin dejar de ser vivarachero, amigo de todo el mundo,
saludando siempre: “Amigo mío.” Comenzó extrayéndole las pocas piezas dentales
a los despojados de la fortuna, personajes típicos y a los fogoneros de los
carros de escalera. Con su profesión recorrió el país; en la isla Gorgona en
tiempos de prisión fue el odontólogo de los reclusos. Se iba por temporadas
largas, pero volvía a su dehesa con la misma simpatía de siempre. Una ocasión
el templo hizo sonar las campanas, un buen grupo de personas estaba en frete de
la puerta principal, tiraban arroz a una pareja de recién casados, bajaron por
las escalas hasta donde los esperaba un carro de bestia adornado papeles de
colores, al cajón se encaramaron Elkin y su distinguida esposa que sonrientes y
agitando las manos, le dieron varias vueltas al pueblo.
Alberto.
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