CASA DEL RECUERDO
La inquieta imaginación
emprendió sin ninguna autorización, una tarde gris, un recorrido por la antigua
señorial población del Sitio de la Tasajera. Todo estaba tal y como lo conoció.
Salió desde la casa paterna, aún la carretera era la vía principal, arriba por
el Pedregal estaba el condominio de los Montoya con su flota de carros de
bestias, para la parte de abajo pasando la vega el caudal del río; toda la
inmensa propiedad fortaleza del alemán circundada por infranqueable muro,
después la insipiente Copahilos, la pequeña bajada sociedad de los Gómez, más
adelante al pie de una virgen pudo observar los niños jugando bolas, esconde la
correa, botellón, pelota envenenada, trompos a la rayuela, tenían en el
bolsillo de atrás la condenada cauchera de varios ramales y, siguió…ahí era la
entrada a la Azulita a la margen izquierda de la carretera aquella cruz casi
tapada por pedruscos lanzados por los devotos, recuerdo de un muerto, que
siempre pasaba lleno de miedo mirando para el lado contrario; adelante la
estatua de la virgen que daba entrada al cementerio donde vio subir tantos
muertos en hombros de los dolientes y bajar tanto llanto cuando el dolor
existía; antes de emprender la subida, aquella casa finca que lindaba con la
quebrada Piedras Blancas, ahí pastaba y pernotaban vacas y caballos de Mama Luisa. Posó su
divagación en el histórico puente. Veía pasar las cristalinas aguas de la
caudalosa quebrada. Arriba por entre guayabales estaban los charcos: Charco
Verde, Piedra Lisa, Charco Hondo etc. Caminando por la ancha acera de Imusa,
estaba reposando el almuerzo los obreros, distinguió varios rostros y al final
en la orilla del frente la tienda de Zacarías con la frescura de su avena
blanca como un pecado de San Luis Gonzaga, mientras desde el frente, retumbaba
un tango tristón desde la cantina de Tito, desde ahí, junto a la desembocadura
de la quebrada en el río, de noche se escuchaba los chillidos de marranos y
mugidos de los novillos en el matadero. Extrajo del corazón un recorte de nube
para limpiarse las primeras lágrimas.
El parque estaba que
reventaba de parroquianos, se confundían los del pueblo con los de carriel y
ruana. El atrio atestado de pañolones negros, reclinatorios y camándula, la
estridencia de sonidos de discos en las cantinas, los ahogaban el repique de
las campanas; por la esquina sur, hacia la aparición el verde y blanco del
Instituto San Luis, antepuestos por la banda de “guerra” perseguidos por la
chiquillería; por el norte, los educandos de la escuela de niños con el azul
claro y blanco del uniforme; por la calle del comercio las niñas encabezadas
por las señoritas Jiménez sus maestras y por el lado nororiental las bellas
aspirantes al magisterio con aquel azul y blanco adornado por la seductora
boina. La majestuosa palmera echaba miraditas sonrientes desde lo alto al
homogéneo conglomerado de soñadores de paz pueblerina, que en el templo se
entregaban a la oración. Los tejados enverdecidos por el tiempo mostraban la
hidalguía, encubriendo con amor la historia de un rincón de ensueño. Ahí debajo
de los palos de mango, acampaban los retazos de colores de los carros de
escalera el 7 u 8 bancas, más allá el redondel del viejo kiosco con damitas
sobrecogidas de amor naciente al arrullo de la melodía de Alfredo Sadel. La
imaginación despertó de aquel ensueño, vio todo cambiado, la visión se opacó de
lágrimas y retornó a acomodarse al vaivén en la silla del recuerdo.
Se
llena por momentos de descontrol la existencia. Quedaste a merced de los
vástagos, no te hace falta nada material; todo es puesto a la disposición ¡Eso
te amarra! ¡Ni un reclamo! Tú espacio se va limitando, la independencia empieza
a sentir ataduras y sientes que tus sueños han comenzado a morir…
Alberto.
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