PANORÁMICA DE COPACABANA
Siempre se ha estado
alumbrada por los radiantes rayos del sol, que iba traspasando la montaña
oriental, detrás de la torre; pero poco se manifiesta de las noches con luces
centelleantes de luciérnagas, de eso cocuyos que deseábamos introducir en un
frasco para iluminar los juegos de pelota envenenada o, encontrar el mejor
lugar para ocultarnos en el juego de escondidijos. En ese parque de eras con
palmeras botella, bajo la mirada penetrante del libertador, la blancura
angelical de la madre protectora o el rocío lanzado por la brisa desde la pila
añeja enmohecida de historias de amores furtivos, abusando de la penumbra
pasaba la sombra de los murciélagos, se escuchaba quizás desde uno de los
tejados ruginosos el ululato de las lechuzas, mientras en una de las bancas, la
pareja de enamorados se juraba amor y respeto hasta que llegara el día que
juntos salieran por la nave principal de la iglesia unidos para siempre. Los
niños correteaban por los senderos jugando a la “chucha” sin importar las notas
salidas desde las cantinas con las voces de Margarita Cueto y Juan Arvizu;
parejitas de mozuelas daban la vuelta a todo el marco con un caminar coqueto,
porqué ellas sabían que desde cierto lugar unos ojos seguían su movimiento,
esperaban de alguna forma, ser invitadas a un refresco en el kiosco.
Aquella estampa
pueblerina saltaba hecha pedazos, cuando desde el segundo piso del teatro
Gloria, desde ese mismo sitio en que estaba el prehistórico proyector de cine,
el inmenso parlante, esparcía por todo el contorno empujado por el viento,
notas de boleros de Néstor Mesta chaires, tangos quejumbrosos de Pepe Aguirre y
la voz de algún “pato” invitando a ver la super producción de “Quién Mató a
Rosita Alvirez”. Poco a poco, se iba llenando aquel lugar en que nuestros años
escolares disfrutaron los domingos de matiné, vespertina y noche de series de
cowboy o los bailes de Resortes. Ahí, entre penumbras, olor a veterina y con
suave rasquiña en las piernas por algún vicho, se escuchaban suspiros
entrecortados. Detrás de la gente del común aparecían la chusma de los
fogoneros que gritaban insultando a Horacio que por tiempos fue el operador,
cuando las enfermizas cintas se reventaban. Muchas noches prestaban su belleza
a la salida hasta llegar a los hogares, pero, otras tanta, se escuchaban las
carreras atravesar la plaza, con la iluminación de relámpagos, motivo que
muchos esgrimíamos para hacer un escampadero en Club de Rubio y antes de que fueran
las doce, hora de permiso, un aguardientico…cuatro, cinco…Carlos Mejía, Obdulio
y Julián…siete, ocho; dame el arranque pa’ ime y, entre rayos y centellas
mojados desde la cola hasta la crin después de mil tanteos introducíamos la
llave a la puerta de la casa.
Alberto.
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