ANTIGUA ESCUELA DE COPACABANA
Cuando aún se caminaba
con aquellos pantalones cortos, con talego hecho por las manos rugosas de una
madre en que iban las bolas para jugar pipo y cuarta en uno de los bolsillos;
otras veces, el trompo Canuto que poníamos a bailar en una de las aceras
libremente o a luchar en hacer cabriolas en la polvorienta calle. La madre nos
daba la bendición mientras nos entregaba la maleta con los cuadernos rallados,
cuadriculados, lápiz, borrador, secante; el horario, el puntudo compás.
Corriendo igual que el gamo se llegaba a una de las dos enormes puertas,
aquella que esperaba los párvulos de los sectores del norte y la otra, los que
estaban ubicados al sur. Aquel primer año en que la melancolía de abandonar las
caricias de la madre junto con la media mañana, el abrazo calientico de las
cobijas en que se escondía el perro criollo, no era nada fácil. Empezar a ver
caras de nuevos niños, a salir cómo almas que lleva el diablo a los “cuarticos”
al recreo para llegar de primeros a orinar, la rigidez de un maestro que dentro
de su pupitre escondía licor que saboreaba a cada levantada de la tapa o el
alejamiento a medio año de la maestra, porque la cigüeña le había traído otro
cachorro y remplazada por la señorita Marina, capitalina de tes trigueña,
cabello negro, con un cuerpo menudo y danzarín; para ser primerizo, es casi que
frustrante.
La maestra tapa huecos
por el caso fortuito en que la principal, se retiraba para comer gallina por 40
día, empezó a mostrar cierto cariño especial por el muchachito atribulado por
el cambio de casa a escuela. Es algo generalizado en aquello primeros años de
clases, qué, esas caritas inocentes de los chiquillos, tienen un trasfondo de
picardía sexual. Cuando por el cachiporrazo de la suerte toca el primer maestro
mujer, el niño, ve en ella la prolongación de la madre o, tergiversa las
caricias, las miradas de la institutora, creyendo que aquella mujer está
enamorada de él; la voz de la pedagoga dentro del aula, lo lleva a recorrer
misteriosos paisajes; en la noche la ve en sus sueños. La señorita Marina hizo
estragos en el corazoncito del pequeñuelo. Absorbía con delicadeza el aroma del
perfume que ella emanaba, los ojitos acompañaban los pasos dentro del salón y
por el corredor en los instantes de recreo. No sé sí a las niñas les pasa
igual. Oh, ¡qué dolor! Un malhadado día, camino a casa estaba el consultorio de
un dentista; puerta entre abierta, curiosidad infantil…Ahí en la silla
odontológica estaba el “amor de su vida”, su maestra, en brazos del sacamuelas.
Alberto.
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