COPACABANA EN NOCHES DE PANDEMIA PATRICIA DÍAZ
Tratando de emular a
los idolatrados maestros de aquella destruida escuela en que se botó el
analfabetismo, vemos junto al tablero negro, un pequeño cajón atiborrado de
tizas, el borrador de trapo, más hacia el frente, la plataforma con el
escritorio y el educador acariciando la regla castigadora, adecuando las
antiparras, dando la orden para hacer un recuento de lo visto durante más de
medio año lectivo. Pues bien: Cuando se llegó al nicho de la Virgen De la
Asunción al bajar el acarreo en la casona de Emilianita Cadavid en la esquina
sur-occidental, los dos niños extrañaban el pueblo en que se sancionó la
constitución de 1863, (Rionegro) en que el frío los hacía usar medias de lana
casi hasta la rodilla. En principio fueron objeto de burlas. El mocho Esteban
el comisionista del pueblo, fue el que los ubicó en aquel palacio de
entretención con la naturaleza y sus sonoros trinos. La soledad y el silencio
del parque se rompía cuando desde El Chispero manejados por Tirsio, llegaba la
chusma a atacar a la del centro del pueblo. Piedra, palos y el invento de
Juacundo, bolsas con ceniza que al estallar los tapara en la retirada; todo el
mundo se encerraba en sus casas. El primer amigo del padre se llamaba Don Ramón
Cadavid (Ramón Coco), amistad que duró por siempre. Algo extraño les parecía a
aquellos forasteros, cuando por las calles polvorientas se encontraban
paqueticos bien amarrados, que al destaparlos se encontraban piedrecillas, al
averiguar, se les dijo que el que cogiera los guijarros se llenaría de
verrugas. Costumbre no conocida.
El café Pilsen estaba
para aquellas calendas en el espacio que hoy ocupa el Palacio Municipal; unas
escalas lo separaban de la calle y junto a la puerta el Traganíquel que el niño
miraba con asombro al ver su colorido y los movimientos del intrincado aparato
para sacar el acetato de 78 R.P.M. Sonaba en el disco la canción: “Mal Hombre”
de moda; los campesinos ‘pandiaban’ la ruana, el carriel, machete y sombrero.
Si algún mocoso los molestaba le decían: “Ve este hilachento zarrapastroso;
manque te echés toíto el perjume, se siente la guelentina , andá a la jinca pa’
date comistraje.” Existía al frente del frondoso palo de magos y del café de
don Pompilio un kiosco que, al tiempo de haber llegado, fue remplazado por el
viejito de redondel donde fueron perseguidos por el policía que le decían
Patalán por la complexión descomunal a quién los párvulos tenían pánico. En ese
kiosco sin murallas, entraba la brisa besando a la clientela; allí, las nalgas
se esparcían cómodamente mientras con los pitillos ofrecidos por la dulcinea, sabían
que permanecerían unidos para siempre; los ojos de ella, le decían con el
alfabeto de la timidez que no tiene sonido: Quisiera qué me besaras.
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