Ese viejo pueblo dormilón recostado a la montaña, arrullado
por la sonoridad del cauce del río, el encantado del golpear de las aguas de la
quebrada Piedras Blancas; ese Sitio de la Tasajera amodorrado por el ensueño de
su pasado, era tranquilo, con el silencio del claustro de monjes. A lo lejos,
sólo se escuchaba el sonido de máquinas Singer en el interior de los hogares,
movidas por piernas femeninas, uniendo con hilo la tela hasta formar camisa y
pantalón para cubrir al paisa trabajador en la jornada de trabajo honesto
diario. Los aires recogían la algarabía de la chiquillería en el recreo de la
escuela de don Jesús y los lanzaban al espacio desviando el círculo del vuelo
de las palomas. La palmera danzaba abrazada al viento que llegaba del norte.
Desde el Tablazo el repiqueteo del martillo en el yunque, descargado por brazos
desnudos, formaba la danza de la laboriosidad en esa Copacabana Fundadora de
Pueblos; la alegría del remanso de paz, contagiaba a los Cucaracheros, los
Sangre Toros, las tórtolas, las aguadulceritas, los Siríes e infinidad de aves,
que recibían un baño en la pila y jugueteaban en sus aguas. Así, cómo se
persigna un cura ñato, se describe la serenidad de aquel nido acogedor de
antaño.
El baile es un motivo de recreo, es como sí sé fuera en cada
paso la pesadez de la rutina, el agrietamiento del dolor. Se danza percibiendo
el palpitar del corazón de la pareja, los espasmos producidos por el contacto y
esos suspiros entrecortados exhalados desde la voluptuosidad. En la hidalga
Copacabana se brillaba hebilla muy de vez en cuando; por ejemplo, en algunos
cumpleaños, primeras comuniones y podía ser, por anestesiar a los contrayentes,
en los matrimonios, claro, sin olvidar los diciembres en que bailan hasta las
pulgas. Un fin de semana se notaba algo diferente al sosiego del villorrio.
Subían por la carretera que se llamaba “la vieja”, esa que pasa por el
Pedregal, muchachos en bicicleta, parejitas de enamorados, hasta familias
enteras; aquello parecía una romería al Señor Caído de Girardota. La respuesta
aquel singular acontecimiento no era otra qué, después de los tejares de los
Zapatas, la familia González, había construido un despampanante bailadero con
estilo de casa de campo de amplios corredores, que le daban la vuelta al salón
principal en donde estaba el mostrador. Fontibón se llenaba de tal manera de
danzantes llegados de Medellín que muchos se acomodaban en los muros o, a las
orillas de la carretera. Bueno hasta que aparecían los celos, el descarado de
turno o los fogoneros de los carros de escalera. El comentario era, que algunas
noches desde los cañadulzales se escuchaban suaves lamentos entrecortados;
también desde el púlpito sonoros repelos a la vida de concupiscencia adquirida
por la feligresía. “Pero al qué no quiere caldo se le dan tres tazas,” por el
otro extremo se abrió El Tolú, con mucha semejanza al de la salida a Machado,
más campestre, lo suficientemente retirado para evitar los murmullos de la
cofradía del Santo Sepulcro, las Hijas de María y las seguidoras quejumbrosas de
San Antonio.